Opinion por: Pablo Salido

7 de septiembre de 2021

La emboscada progresista como marketing corporativo

A través de la adopción del discurso progresista, han instalado sus productos y servicios. Compartir en:

Las corporaciones, a través de la adopción del discurso progresista, han instalado sus productos y servicios: abortos, “drogas sociales”, revoluciones socialistas, tratamientos hormonales, cambios de sexo, etc. Este discurso, que recupera el imaginario de la posibilidad del cambio colectivo a través de la lucha, conlleva el conflicto permanente y la búsqueda del enemigo segmentando y segregando a la población, generando, al mismo tiempo, dicotomías permanentes de varones/mujeres, progresistas/derechistas, homosexuales/heterosexuales, veganos/carnívoros, vacunados/no vacunados, etc.

En Terminator 2 (James Cameron, 1991), a diferencia de su precuela, el villano es un modelo mejorado de aquél T-800 de 1984, es el T-1000, interpretado por Robert Patrick. Skynet fabricó el modelo del nuevo exterminador con una ventaja a la de su antecesor: es de metal líquido y, como tal, puede metamorfosearse en la forma que su misión requiera -objetos, armas, personas- para cumplir con su objetivo de asesinar al líder de la resistencia. Lo “líquido” (sabemos por Baumann y otros pensadores) es una metáfora de la modernidad, una de las marcas registradas de nuestros tiempos, cada vez más complejos para encontrar la verdad tras el enjambre de relatos y discursos. Lo líquido refiere a una sociedad donde reina la incertidumbre y donde ninguna ideología ni valores tradicionales son constantes y férreos, sino, por el contrario, sumamente volátiles, fluctuantes y olvidables. El nuevo exterminador abre las puertas del cine, en pleno auge del neoliberalismo, a este nuevo tipo de antagonista que tiene la capacidad ominosa de infiltrarse adoptando la apariencia hasta de sus propios enemigos, quienes están desorientados. Comienzan a desconfiar de todos, incluso hasta de sus íntimos, como ocurrió con las producciones paranoicas de Hollywood (propias de las administraciones republicanas) posteriores al 11-S, donde los guiones giraron en torno al fantasma del enemigo interno donde los terroristas ya no cumplían con el estereotipo árabe de túnica, mochila, barba y tez oscura sino que también un terrorista podía ser un integrante de la propia familia norteamericana de pura cepa.

Menciono el T-1000 como analogía con las estrategias de mercadeo incorporadas por algunas corporaciones empresariales y políticas que han adoptado el discurso “progresista de izquierda” (no confundir con el progresismo de tradición iluminista y liberal) para vender sus servicios y mercancías: abortos, “drogas sociales”, revoluciones socialistas, tratamientos hormonales, cambios de sexo, etc. Estas corporaciones financian con millones de dólares, a través de sus ONG’s, a sus “líderes confiables”, como los denominan en sus propias webs: políticos, periodistas y activistas locales convertidos en lobbystas, siempre más influyentes que el consenso popular.

La conflictividad y el victimismo -su estrategia discursiva- es reinterpretada en la siempre funcional clave amigo/enemigo: el fascismo, la derecha, el neoliberalismo, el imperialismo, los hombres, la Iglesia. La retórica progresista del conflicto permanente y la búsqueda del enemigo (el que no piensa como yo) no hace más que prolongar la lógica del capital de segmentar a la población segregando en varones y mujeres, progres y conservadores, homosexuales y heterosexuales, veganos y carnívoros, vacunados y no vacunados,etc.

Este voluntarismo anacrónico de lucha y de cambio colectivo por la denominada “reivindicación de derechos de las minorías” no es más que la defensa de derechos de un nuevo segmento de consumidores, a la par de la pérdida de derechos sociales y civiles acentuada durante la cuarentena, etapa donde el Estado –ya que estábamos- engulló datos de la población como nunca antes.

En la misma línea, la corporación política, desaparecida la antinomia derecha/izquierda, toma decisiones pragmáticas con discursos ideologizados. Así supo reciclar ideologías e introducir el relato con el que el progresismo lucró la década del setenta, mitificándola, pregonando un producto en forma de distopía revolucionaria que captó no sólo a los nostálgicos que podían revivir antiguas épocas sino también a las nuevas generaciones que podían protagonizarlas, aunque la participación política real se ha desvanecido por la virtual. En los nuevos tiempos podríamos parafrasear a Marx afirmando que la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como marketing, que es una de las formas paródicas en que se ha producido el tan aclamado regreso de la política, apelando al reduccionismo, lo superficial y a la amnesia histórica. ¿Acaso algunos partidos o movimientos políticos ya extintos en el siglo XX no han devenido en franquicias en pugna por alianzas conservadoras y pragmáticas que continuarán apelando a la misma narrativa y a presencias místicas, cultos a la personalidad y construcciones de monumentos? ¿Nos quedará alguna chance de ya no ser gobernados por alianzas de gobierno donde se apiñan sectores antagónicos e irreconciliables pero unidos por la avidez de integrar el partido único del capital?

La corporación política tampoco es ajena al temor que impone el nuevo estatus quo progresista a través de la corrección política, silenciando el discurso reaccionario. Lo vemos a diario en la sobreactuación que los dirigentes hacen con el uso del denominado lenguaje inclusivo, como si los dos géneros gramaticales del idioma español (que la corrección política confunde o, por la misma cobardía, no le interesa diferenciar con el género sexual) dependiera el construir una sociedad menos violenta, o como si esa violencia fuera innata del hombre. El progresismo, al inculpar a chivos expiatorios con el monopolio de la violencia, esconde bajo la alfombra el contexto socioeconómico y los estragos que están haciendo el alcohol y el narcotráfico sobre la población, que al parecer no constituyen razones que califican para tenerlas en cuenta. Esto nos recuerda que necesitamos imperiosamente una ley para saber cuáles son los lobbys que financian la política.

El neoliberalismo se apropia del Estado imponiendo una nueva racionalidad y un nuevo sentido común a través de nuevas reglas institucionales, jurídicas y normativas. Lo que en otros tiempos hubiese sido impensado dado la moral imperante, menos líquida que la actual, hoy puede transformarse en ley.

En la era virtual, hedonista y narcisista de las redes sociales nos damos conocer a través de máscaras variables y efímeras, y podemos mostrarnos como apasionados por algo sin tener un conocimiento profundo (o ningún conocimiento) de eso que nos apasiona, como así también, a través de aplicaciones, moldear nuestros cuerpos de acuerdo a nuestros modelos estéticos. Una personalidad a la carta que prescinde del espesor histórico de las ideologías y sus contradicciones. En la apelación a la emoción, es más fácil creer que saber, y más rápido. El sujeto flexible, de diseño made in neoliberalismo, es un sujeto desorientado, contradictorio, ávido por el cambio permanente. Por eso, no resulta extraño que hoy nos desinteresemos por lo político y mañana nos posteemos con una posición ideológica extrema; que nos manifestemos en contra del capitalismo y aguardemos por el último modelo de mercancía tecnológica; que defendamos a los animales o marchemos contra el FMI y, a la vez, también lo hagamos a favor del aborto; que seamos emos y, mañana, líderes mapuches.

En fin, el capitalismo ha convertido al mundo en un desierto por el que peregrinamos buscando a dioses que ya han huido, por lo que mistificamos productos, nos perdemos en sesiones interminables de Facebook o nos postramos ante el fantasma de lo que fue alguna ideología.

Marx dice que el capital se comporta ante cada límite como si fuera una barrera, y ¿qué otra cosa es el progresismo que quien levanta esa barrera ética que el capital necesita para convertir en mercancía a todo donde posa su mirada?

La subjetividad neoliberal convierte a los sujetos en solitarios, sin lazos comunitarios, átomos aislados en la multitud de soledades de nuestra civilización. En esta era del capitalismo flexible y precarizador, donde la comunidad se disgrega y el individuo pierde su identidad y sus vínculos y solo entabla relaciones efímeras basadas en el consumo, las instituciones que generaban ética y formas comunitarias y desinteresadas de solidaridad, como la familia, la escuela y los sindicatos, hoy están en crisis. El individuo aislado queda a la intemperie del mercado en una sociedad convertida en un único mercado global.


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